Pienso, luego resisto
Fernando Tranfo

Sentirse escritor

08 de Noviembre de 2017

Fernando Tranfo


Sentirse escritor

Hace algunas semanas asistí a compartir una charla con chicos y chicas de 3º año (1ª división) de la ENSAM (legendaria escuela pública de Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina). Fui invitado por la profesora de Lengua y Literatura del curso, Liliana Penedo, mujer por la que siento un gran afecto y una profunda admiración. La idea era responder a algunas preguntas que un grupo de adolescentes había preparado luego de haber leído (espero que disfrutado y no padecido), algunos de los cuentos de mi último libro (publicado en coautoría con el profesor Santo Sclafani): Cuentos para adolescentes con problemas…filosóficos (Editorial Vuelta a la página).

Yo tengo la suerte de ser un “prejuicioso al revés” o, para decirlo con conceptos que han tenido algún éxito de taquilla en las ciencias sociales, soy un “discriminador positivo”; vale decir: siempre pienso lo mejor de los demás (salvo de los economistas neoliberales), especialmente si esos demás pertenecen al últimamente tan hostigado mundo adolescente (“No les importa nada”, “No leen nada que no sea un meme o un whatsapp”, “No muestran interés por nada que uno les explique”, y otras apocalípticas afirmaciones donde la palabra “nada” aparece con más recurrencia que en una novela de Sartre). Fui hacia allí, pues, esperando lo mejor. Algún realista diría que “no hay peor pesimista que un optimista defraudado” y que no conviene exagerar las expectativas, porque éstas pueden fácilmente no corresponderse con lo que uno esperaba. Y así fue nomás: yo esperaba pasarla muy bien y en cambio terminé pasándola…fantástico. Fue una de esas mañanas que le devuelven a uno, en el mismo frasco, todo lo bueno de la vida docente (y de la vida, porque me cuesta distinguir una de otra; nunca he podido separar ser docente de…ser): la ternura y la inteligencia de chicos y chicas, el tiempo que vuela por placentero pero a la vez se detiene por único. Me inquirieron con esa alquimia de asombro joven, desfachatez primaveral y afecto con olor a tiza, me escucharon como si lo que yo decía fuera realmente interesante, y en los casos en que así no lo sintieron, conservaron un silencio respetuoso, que también es una forma del afecto. Pasé una mañana inolvidable, de esas que en la planilla de los momentos bellos de la vida se marca con una X indeleble.

Días más tarde, encontré a Liliana en sala de profesores de la UNLZ (Universidad Nacional de Lomas de Zamora) y hablando sobre los avatares que había dejado la charla, me dijo algo que fue lo que terminó motivando esta columna: “Me preguntó Martina, una de las chicas que estuvo en la charla, cómo te sentiste…”. Mi conocida afección a responder preguntas del modo más engorroso y volátil posible, sumada a otra afección, la de tener el extraño don de ser visitado por buenas ideas cuando ya no son de ninguna utilidad, me privó de decirle en ese momento a Liliana la respuesta perfecta: “Me sentí…escritor…”.

Intentaremos, entonces, ver en qué consiste esto de “sentirse escritor”.
Por lo pronto, y para empezar, haremos una aclaración: no diré qué significa “ser” sino “sentirse” escritor. Esto me aleja en principio de bizantinas discusiones y me exime de enunciar (y por ello, de tener que responder) a las viejas inquisiciones que el primer enigma plantea: ¿es escritor quien escribe mucho o quien escribe bien? ¿Y quién dice qué es lo bueno o malo en estas cuestiones? ¿Hace falta publicar para ser escritor? ¿Es importante ser reconocido por algún crítico? ¿Es menester tener algún tipo de formación académica en letras? ¿Hay formas de escribir que son más importantes que otras?...Puf…los enigmas pueden multiplicarse hasta el hartazgo, pero de ese flujo me salva la vieja y querida subjetividad: no hablaré de lo que “es” sino de lo que se “siente”, y como lo que se siente no es ni verdadero ni falso, simplemente compartiré con ustedes qué cosas han hecho, a lo largo de mi vida, que me sienta escritor.

Comencemos por lo más obvio: hace falta un lector. Sí, uno. No es por falsa modestia o por un mecanismo de defensa que me consuela, habida cuenta de que no soy un escritor exitoso en términos masivos; yo les aseguro que no bien uno tiene a alguien que lee de buena gana lo que uno escribe, ya siente un fueguito sagrado en el pecho. Sé que vivimos en un mundo donde lo cuantitativo parece ser la única unidad de medida del éxito, pero no hace falta creer en la voluntad perpetuamente insatisfecha de Schopenhauer o en las cuatro nobles verdades del Buda, para darse cuenta de que la cantidad jamás puede producir la certeza de un sentimiento, y mucho menos la satisfacción de un anhelo. Miren: hace unas semanas hice ejercicio ilegal de la música (yo, no el resto de los músicos, que son una maravilla) y realizamos con la banda de mi hijo Lennon un tributo a Gustavo Cerati, en el profesorado donde dicto clases. Vino mucha menos gente de lo que esperaba, por lo que durante la semana posterior no pude evitar padecer algunas preguntas al respecto, particularmente una: “¿Es verdad que al final un montón de gente no fue?”. Haciendo gala de una ironía a la que un inglés seguramente adscribiría, contesté flemático: “Bueno…si pensamos en los que no vinieron, la verdad es que no vinieron todos los habitantes del planeta, menos lo que vinieron…”. En este caso, la ecuación fue X – 36, donde X es la población mundial y 36 la gente que fue. Ahora bien, este algoritmo le cabe en términos de fracaso incluso a Stephen King, J.K. Rowling o García Márquez. Por muchos libros de su autoría que millones de personas hayan leído, siempre puede más X (hummm…me parece que Rowling en cualquier momento derrota a X). En suma: con un lector, que en mi caso fue el profesor de educación física, bibliotecario, maratonista y organizador serial de campamentos, Javier Sarratea, uno ya sabe que no escribe “para nadie” y ese es un estímulo fundacional para querer seguir escribiendo.

Luego, por supuesto, como el agua de un estanque cuyas ondas se alejan de ese primer centro, no está nada mal que el número de lectores fieles (fieles a lo que escribo, después lo que hagan con su vida personal no es de mi incumbencia) se estire un poco, digamos, a cincuenta lectores más, que garanticen presentar el libro en cierto marco que no se parezca a una partida de ajedrez. En este caso han sido fundamentales tantos amigos, familiares y compañeros que han estado a la hora señalada, apoyando cada una de mis iniciativas.

Pero basta de hablar de cantidades y vamos a lo más significativo, a esas microhistorias que van cincelando en uno, con precisión orfebre, la sensación de ser escritor.

Recuerdo que cierta vez Guillermo, gran compañero de una de las escuelas en las que trabajé muchos años, me comentó como al pasar, que uno de mis libros había sido de gran ayuda para pasar las tediosas y angustiantes horas de internación de su padre. La anécdota ya era poderosa de por sí pero tenía un anexo maravilloso: su propio padre había leído el texto durante la internación… ¡y lo habían terminado leyendo todos sus compañeros de pieza!

Otro estímulo hermoso fue cuando Santiago me reveló que una frase de uno de mis libros se había transformado en grafitti del baño de un bar (nunca terminé de creerle semejante cosa, pero si mintió para hacerme sentir bien, su mentira fue un hermoso empuje para mis ganas de escribir).

Hay algo que resulta particularmente inspirador, y es el testimonio de quienes dicen haber conquistado a alguien con algún texto de mi autoría. Recuerdo haber escrito cierta vez unos poemas para unos alumnos que querían impresionar a unas muchachas, a quienes terminaron conquistando (a pesar de los poemas).

Debo a Gustavo Souto otra gran caricia a mi corazón de escritor: el libro en la mesa de luz. El libro en la mesa de luz es un acto de intimidad casi erótico, que muestra un amor entre quien lee y quien es leído que sirve como bálsamo ante cualquier adversidad.

Hay luego un inequívoco indicador de que uno, no solo se siente escritor, sino que es sentido como tal por otros; me refiero a cuando en medio de una conversación cualquiera, alguien a punto de comenzar a decir algo se frena de golpe y, mirándonos a los ojos, nos aclara: “Vos deberías escribir un cuento con esto que voy a contar…”. Sé que a esta escena le cabe una sospecha: el hablante está más preocupado por destacar el valor de su anécdota que el nuestro como escriba, pero el hecho de ponernos como necesarios testigos escritos de ese relato oral es sin duda un reconocimiento que no solo enorgullece, sino que obliga a representar el papel de escritor como un deber kantiano.

Otro tipo de representantes al servicio de “sentirse escritor” son aquellos que en contextos muy poco propicios para el ejercicio de la evocación literaria, se esmeran por destacar que uno ejerce el arte de la escritura. Un buen ejemplo de ellos es el ferretero de mi barrio, Pepe Lareo; no son pocas las veces en que al verme entrar a su Aleph de utensilios, se ocupa de recordarles a los presentes (que casi siempre están más interesados en arreglar una gotera o un contrapiso que en los misterios de la palabra) que yo soy escritor. Pero el mejor exponente de este rol es el sanmartiniano turco Quique: el hombre, en el peor de los contextos posibles, el gimnasio, es capaz citar a viva voz frases de mi autoría, ante la mirada perpleja de los oyentes, que suelen ponerle un poco más de kilos a la barra para hacer pectorales, mientras Quique cree haberles transmitido alguna pasión por mis textos.

Este informe, como toda lista de ejemplos (Borges decía: lo malo de las listas es que siempre se nota lo que falta) carecerá de algunos que merecen estar, pero creo que lo que he expresado refleja algunas de las cosas que hacen que uno se sienta escritor.

Pero me falta una, por supuesto, cuya omisión sería imperdonable: se trata de algo maravilloso que me viene ocurriendo en los últimos meses, que por encima de toda duda razonable me confirma que no está mal, ni es petulante, ni es un delirio, ni es un anhelo desmesurado, que me sienta escritor: que en el hermano país de México, lean las cosas que escribo.

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